26.6.05

La plaza que hice mía

Siempre encontramos nuestro rincón en todas las ciudades, aunque nos cueste mucho tiempo. Yo encontré el mío en Pamplona el martes pasado, casi por casualidad: la plaza Conde de Rodezno.

Cuando me dijeron que tenía que hacer unas gestiones en un bloque de oficinas del centro, busqué en Mappy
el mejor itinerario posible, pero obtuve un trayecto bastante enrevesado. Recurrí a un plano que guardo desde mi primer día en la ciudad, y allí encontré la solución: se trataba de la plaza que hay al final de la avenida Carlos III, una delicia llena de tiendas que se convierte en peatonal en su último tramo.

Recogí unos impresos y me senté en uno de los bancos de madera a rellenarlos. El sofocante calor, que todavía atiza a la región, había desaparecido de repente. Una maraña de frondosas ramas era la cúpula que cobijaba mi momento de serenidad. La humedad de una interminable fuente, verdadera protagonista de la plaza, era una nube que eclipsaba la fuerza de Helios. Pero terminé de cumplimentar los formularios, guardé el bolígrafo y volví a las oficinas.

La mañana, en apariencia, no sirvió para nada: la particular burocracia foral inutilizó mis trámites, y volví sobre mis pasos previa cancelación de la tarjeta-monedero en la villavesa (si los canarios llaman guagua al autobús, los pamplonicas no iban a ser menos). Dediqué el resto del día y los dos siguientes a preparar mi último examen antes de las vacaciones, y el viernes eché el resto ante el papel. En todo este tiempo, sin embargo, me ha acompañado la imagen de un paraíso cuyo umbral, por fin, decidí cruzar.

Ya tenía muchos motivos para volver en septiembre. Regresar a mi plaza y descubrir toda su esencia es la última añadidura a la lista.

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